• 4 de abril de 2024 2:17 AM

Mercedes Barcha. Por Luis A. Fleitas

Por Luis A. Fleitas Coya

18 de agosto de 2020. Martes. Leo noticias internacionales por Internet y me entero que hace tres días, el sábado 15, a sus 87 años, murió en ciudad de Méjico, Mercedes Barcha, la mujer de Gabriel García Márquez, la que fue vendiendo casi todo lo de la casa durante los catorce meses que duró la escritura de Cien años de soledad, a la que luego no le alcanzó la plata para despachar por correo toda la novela a Editorial Sudamericana en Buenos Aires por lo que ella y Gabo mandaron solo la mitad, la mujer del vestido verde del final de Vivir para contarla….

       Me entero tarde porque seguramente la noticia ha pasado casi desapercibida en nuestros medios de prensa que no distinguen entre una rapiña de mala muerte, las guarangadas de Cantando 2020,  y el destaque que se merecen las noticias de verdad. ¿Que el gran público no sabe quién es Mercedes Barcha? Parece mentira que los señores y señoras periodistas todavía no se hayan desayunado que justamente, no hay que dar por supuesta la ignorancia ni sublimarla, sino que por el contrario, hay que informar para instruir.

       Si Gabriel García Márquez fue un escritor extraordinario, Mercedes fue una mujer de  una serenidad, entereza, estoicidad y capacidad de sacrificio legendarias. Se bancó que el alucinado de su marido, en viaje de vacaciones en auto desde ciudad de Méjico hacia Acapulco con sus dos pequeños hijos, a mitad del trayecto sintiera súbitamente que había encontrado la forma de narrar una novela que llevaba años sin poder cuajar adecuadamente (que tenía por título provisorio La casa) y le dijera que se daban vuelta, que  no había vacaciones, que debía regresar para escribirla; que prendara el auto y le entregara el dinero para vivir durante los seis meses que iba a durar la escritura; que pasados los seis meses siguiera de largo con la escritura hasta completar un año y  más; y que se agotara el dinero y tuvieran que empezar a vender las cosas de la casa para poder subsistir, debiendo la carne, la leche y el pan.  Cuando ya debían  varios meses de alquiler, tuvo que enfrentar al propietario de la casa que le exigía el pago, y  convencerlo solo con sus artes de persuasión dándole la palabra de que cuando su marido terminara de escribir la novela, le pagarían.  Y  cuando finalmente Gabo terminó Cien años de soledad,  y fueron al correo a mandar el manuscrito a Editorial Sudamericana a Buenos Aires,  Mercedes contó el dinero y no les daba el dinero para  enviar todo el paquete por lo que solo despacharon la mitad.  Debieron regresar a vender el calentador sin el cual García Márquez no podía escribir pues para hacerlo no soportaba el frío, y el secador de pelo de Mercedes, para poder reunir el resto de dinero para enviar la otra mitad. 

         Entonces, y solo entonces, luego de remitida la novela por completo, a la salida del correo, fue que Mercedes, ya al límite de sus fuerzas y de la bronca acumulada, le estampó al escritor: “Ahora solo falta que la novela sea mala”.

         

         Hasta parece irreal que hayamos sido contemporáneos, que mientras nosotros vivíamos nuestras vidas, Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha vivían la suya, respiraban la misma atmósfera y pisaban el mismo suelo planetario. Luego el Gabo murió en el 2014, Mercedes continuó viviendo sola y sobrevivió aún seis años más hasta este aciago sábado en que su vida se ha apagado.  Claro que durante décadas y décadas íbamos teniendo alguna que otra noticia aislada suya, noticias que se fueron haciendo cada vez más espaciadas a raíz de que García Márquez dejara de publicar nuevos libros y la vejez se le viniera encima inexorable, encerrado en su casa mejicana. En la década del sesenta en la fotos en que aparecen junto a otros escritores y sus parejas, Mercedes era una bella morocha de piel aceitunada y pelo lacio y negro; ya cuando el Premio Nobel en el 82 se había convertido en una mujer de cara mucho más redonda, con un exceso de peso que fueron confirmando las décadas siguientes, hasta las fotos tomadas en Aracataca cuando la última visita del matrimonio al pueblo de la infancia del escritor en el año 2007, en la que aparecen él ya con cara de desconcierto abrumado por la pérdida de memoria que seguramente  le asediaba de manera irremediable, y ella, por el contrario, exuberante, curiosa y …bastante obesa. 

           Ahora Mercedes Barcha también ha muerto, y las notas de prensa internacionales traen ráfagas de lo que fue su vida, y  muy escuetas alusiones de sus acciones, de su forma de ser y de pensar. Cuentan datos biográficos, anécdotas, su significado y su importancia en la vida del escritor, así como su carácter de gran amor de éste, simplificación periodística que todo lo reduce  a  sentimentalismo de telenovela.  El mismo novelista dejó huellas desperdigadas sobre ese amor. Pese a deberle su abnegación, dedicación y sacrificio para que finalmente a mediados de junio de 1965 pudiera sentarse a escribir Cien años de soledad durante el agónico año y pico lleno de privaciones que duró su invención,  sin embargo  no se la dedicó a ella sino a dos amigos Jomí García Ascot y María Luisa Elío.  Se dice que ya le había dedicado Los funerales de la Mamá Grande de 1961 con el críptico “Al cocodrilo sagrado”, pero lo cierto es que con su nombre recién casi veinte años después  le dedicó  El amor en los tiempos del cólera de 1985, una novela que paradójicamente, por fuera de la dilatada y postergada consumación de los amores entre Fermina Daza y Florentino Ariza, contiene un fenomenal catálogo de aventuras y desventuras amatorias y eróticas de todo calibre de un mujeriego descomunal, que bien puede sospecharse  que encubriera un alter ego del mismo autor.  Al punto que en el reportaje de Plinio Apuleyo Mendoza, El olor de la guayaba de 1982,  García Márquez llegó a contar que era la propia Mercedes la que le elegía los mejores lugares en los restaurantes para que él  observara mujeres.

         La autobiografía Vivir para contarla de Gabriel García Márquez tiene un hermoso final con esa visión fugaz desde el taxi que lo llevaba  al aeropuerto de Barranquilla en 1955 para tomar el avión rumbo a Europa a cubrir la conferencia de los Cuatro Grandes en Ginebra, de una Mercedes Barcha esbelta y lejana, con su vestido verde con encajes dorados,  sentada en el porche de su casa, como si fuera una ensoñación, y la carta que el autor le escribe ya en el avión para despachársela en la primera escala en el aeropuerto de Montego Bay (Ed. Sudamericana, 1ª. ed. 2002, págs. 578-579).  En el mismo libro, el autor cuenta que la conoció en Sucre cuando bailó con ella en los tres bailes que dio Cayetano Gentile (inspirador del Santiago  Nasar de Crónica de una muerte anunciada), y que encandilado por su sigilo  en el segundo de los bailes le propuso matrimonio, a lo que ella le contestó: “Mi papá dice que todavía no nació el príncipe  que se va a casar conmigo” (idem págs. 282-283). Entonces ella tenía trece años, él le llevaba siete años de diferencia, y  recién la volvió a encontrar cinco años después, ya en Barranquilla;  allí Mercedes aceptó  ir  a un baile el domingo siguiente, en el cual  trató con tal ironía y  habilidad escurridiza al entonces joven periodista que éste continuó adelante con sus propuestas,  y culmina su remembranza con una forma de entendimiento casi  mágica: “desde aquel día, terminamos por inventarnos un código personal con el cual nos entendíamos  sin decirnos nada, y aún sin vernos” (idem, págs. 457 a 459).   Bellísima forma de explicar ese vínculo tan único entre dos personas;  bellas páginas todas. Aunque solo siete en un frondoso volumen de quinientas setenta y nueve.  Al fin y al cabo los recordados pasajes sobre  Nigromanta ocupan otro tanto. 

         Tal vez Del amor y otros demonios, -ese extraño libro de 1994, cuyo mayor valor está en el genial prólogo de solo tres páginas del propio García Márquez, pero que luego se desvanece en un embelecado argumento poblado de autoridades eclesiásticas, monjas, y rancios prejuicios y obsesiones demoníacas en el Convento de Santa Clara de Cartagena de Indias-, contenga pasajes cifrados en la pasión no consumada entre  Cayetano Delaura de 36 años y Sierva María de Todos los Ángeles de 12, de los amores secretos entre la adolescente Mercedes y el joven Gabo,  un período del que nada se sabe, pero del que García Márquez sugiere en su autobiografía que era “el secreto mejor guardado en los primeros veinte siglos de la cristiandad” (Vivir… pág. 458).

        En El amor en los tiempos del cólera  dio una visión bastante desconcertante del matrimonio, como un sistema cambiante y lleno de balbuceos y zozobras, con proporciones inciertas de amor, desconfianza y cotidianos desafíos y confrontaciones. En El olor de la guayaba ya había adelantado similar opinión: que el matrimonio como la vida era algo terriblemente difícil que hay que volver a empezar todos los días desde el principio de forma agotadora, pero que valía la pena.   Al mismo tiempo aclara que a Mercedes solo la ha podido nombrar en dos libros, Cien años de soledadCrónica de una muerte anunciada, “con su nombre propio y su identidad de boticaria”, no como un personaje imaginario porque la ha llegado a conocer tanto que ya no sabe como es en realidad. Lo confirma una vez más en el cierre del reportaje cuando Plinio Apuleyo Mendoza le pregunta cuál es el personaje más sorprendente que ha conocido, y el gran Gabo contesta: “Mercedes, mi esposa”.

        Es el mejor García Márquez, el más inspirado, el más sorprendente, el de sus obras maestras Cien años de soledad, El coronel no tiene quien le escriba y Crónica de una muerte anunciada, sus memorables libros de cuentos Los funerales de la Mamá Grande y La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada, y sus grandes reportajes, Relato de un náufrago o De viaje por Europa del Este.  No tanto el de El otoño del patriarca o El amor en los tiempos del cólera,  novelas con sus luces y sus sombras, al igual que Doce cuentos peregrinos, y mucho menos el de sus obras menores como la ya citada Del amor y otros demonios, El general en su laberinto, Noticias de un secuestro, La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile,  o la decadente Memoria de mis putas tristes. Sin olvidar, claro está, el valor de sus primeras obras La mala hora y La hojarasca.

         Con Mercedes, Gabriel García Márquez dejó atrás el desorden de  sus precariedades y  bohemias, se consolidó como hombre y como escritor y creó una familia con sus dos hijos, Rodrigo y Gonzalo, de los que  manifestó su orgullo, y que retrató en los dos niños protagonistas de El verano feliz de la señora Forbes de Doce cuentos peregrinos de 1992, en el que con magistral humor hace que el mayor, desde cuyo punto de vista se narra la historia, refiera a su padre como “un escritor del Caribe con más ínfulas que talento” y con tales delirios como para contratarles una institutriz alemana, a diferencia de su madre que siempre siguió siendo tan humilde como cuando era una maestra errante por la alta Guajira.  Y es por cierto, lo que se sabe Mercedes,  que fue siempre esa mujer sencilla y discreta, que no hacía declaraciones ni daba entrevistas; lo que  está fuera de toda duda es su  importancia para que Gabo diera el formidable salto de Cien años de soledad, y quizás de lo más trascendente de su obra.  

          Mientras celebramos a Mercedes Barcha, todos esos libros, todas esas historias, todos esos personajes –los José Arcadio y Aureliano Buendía, Úrsula Iguarán, Melquíades, Amaranta Úrsula, Remedios la bella, Santiago Nasar y su madre Plácida Linero intérprete de sueños, Ángela Vicario, la niña y su madre en el viaje en tren en La siesta del martes, el coronel y su esposa que no tienen qué comer, la mítica María Alejandrina Cervantes  y un larguísimo etcétera de no acabar-,  vuelven a encenderse incandescentes iluminando la vorágine de la vida diaria.  Recordar a Mercedes y reencontrarse con ellos es como encontrarse con un viejo sueño caminando por la calle; como si de la realidad saltara y viniera a nuestro encuentro algo imposible, algo que ya fue y que nos ha abandonado. Sus formas nos son familiares, sus rasgos o aspectos también; conservan cierto encanto de lo que fue y de lo que aún nos seduce, que pervive en nosotros en otra impronta, algo mucho más sutil y más nuestro.  Como si salieran de pronto de las penumbras y nos alcanzaran, sueños y  realidad entrelazados en una superposición cuántica. Es el milagro de la literatura, nuestra más íntima forma de sentir que  seguimos siendo nosotros mismos.

        Chau Mercedes.