Por Martín Imer
Han corrido ríos de tinta sobre el trabajo de Paul Thomas Anderson, uno de los realizadores más importantes del cine estadounidense actual ya que estamos, sin lugar a dudas, ante un director de prestigio que, además, genera siempre sensaciones potentes en los espectadores.
La obra de Anderson siempre ha circulado por carriles muy extravagantes, aunque sin desentonar: su primera gran película, Juegos de placer, era un muestreo del talento desprejuiciado del joven autor, presentando una historia alocada, técnicamente virtuosa y llena de ambiciones, que luego fueron más allá con Magnolia, primera obra maestra. Esta película no solo representa la confirmación absoluta de Anderson, sino también un giro hacia un cine mucho más serio y preocupado por los temas fundamentales de la vida: el amor, la ambición y la cercanía de la muerte.
Esos temas, junto a otros de igual importancia como la corrupción (moral y social) y el sentido de la vida – o la falta de sentido – también se hicieron presentes en otras obras mayores como Petróleo sangriento (probablemente su mejor película) y The master, aunque el director nunca abandonó del todo su costado más «juguetón» entregándose al absurdo junto a Adam Sandler con Embriagado de amor o a Joaquin Phoenix y gran elenco en Vicio propio, cintas mucho más cercanas al tono ligero de Juegos de placer. Y si bien El hilo fantasma, su anterior cinta, parecía ser un regreso del autor al cine con mayor peso dramático, Licorice Pizza, su más reciente largometraje, devuelve al autor a ese universo de ligereza, o al menos eso se puede advertir en una primera mirada.
Y es que Licorice Pizza, con su trama situada en los años 70 y su foco puesto en las idas y vueltas sentimentales de dos adolescentes que intentan tener un gran despegue en el mundo artístico, no es tan ligera como tal vez podían suponer algunos al ver el trailer (y aquí me incluyo a mí mismo). Y no es así por lo que cuenta, sino por lo que representa. Después de años explorando los rincones más oscuros del ser humano y de la historia de su país, y con una nueva e incierta realidad a la que debemos enfrentarnos día a día, Paul Thomas Anderson decide refugiarse en el mundo de la adolescencia, y tal vez precisamente en su entorno de su adolescencia – recordemos que PTA tiene 51 años – para recordarle al mundo que vivir es más que la angustia que nos rodea en el día a día. Que vivir puede ser mágico.
Que no piense el lector que se encuentra con algún tipo de cinta edulcorada y aleccionadora, ya que en ningún momento va por ese lado. Lo que busca el director no es querer darle al espectador un mensaje sobre la vida o consejos para vivirla, sino retratar esos pequeños instantes en donde suceden cosas, tan insólitas y maravillosas, que terminan siendo magia. Y lo hace de la misma forma que Fellini, en tantas emblemáticas producciones como La dolce vita, o como lo hizo en cierta forma Tarantino en su más reciente película: fusionando la ficción que cuenta con ciertas chispas de fantasía dentro de esa misma ficción, pidiéndole al público que juegue con él a partir de esas reglas. Licorice Pizza se desarrolla a partir de distintas situaciones que viven sus personajes en el día a día, casi de forma episódica, y lo que ocurre en ellas suele ir desde lo más cómico y extraño (las apariciones de famosos con leves cambios en el nombre pero muy fácilmente reconocibles, como William Holden o Kris Kristofferson, algo similar a lo que hace Bukowski en su libro Hollywood) hasta lo más íntimo y conmovedor, estableciendo un mundo en donde todo puede ocurrir, incluso que ese joven de 15 años sea un emprendedor nato que lleva adelante empresas y busca enamorar a la chica diez años mayor.
Ese chico, Gary Valentine, interpretado por el sorprendente Cooper Hoffman, hijo del gran Phillip Seymour Hoffman, parece un protagonista cualquiera, pero si analizamos detenidamente a los personajes de PTA se trata de un papel muy consecuente: en definitiva, todos los protagonistas masculinos de las obras del director buscan salir adelante, creen en el Sueño americano, en el hombre que se construye a sí mismo a pesar de todas las adversidades, que lleva en su corazón el objetivo principal de ser exitoso. La diferencia está en que, en las oportunidades anteriores, veíamos hombres grandes, cuyos objetivos se hallaban difusos por el paso del tiempo o destruidos por el devenir de la vida. Gary es la esencia del cine de Paul Thomas Anderson, el punto de partida de todos, aunque no lo podíamos advertir tras las capas de arrugas y resignación de los demás. Y el director lo sabe, por lo que le regala su película más generosa, más desprovista de peligros y más alegre, una película en donde los conflictos se resuelven con la misma rapidez con la que se crean, en donde el mundo es más fácil (definitivamente más que el de ahora) y lo que hoy termina, mañana puede comenzar con más fuerza. De todas formas, no es un mundo inocente el que habitan estos seres, y la cinta muestra situaciones bastante lamentables, pero el enfoque no está en el juicio sino en la mera observación; en definitiva, es lo que pueden hacer ellos ante la sociedad que les toca, y la mirada no desemboca en un revisionismo sino en una recreación. Hablando de la recreación, es también meritorio el brillante trabajo de producción para traer a la actualidad el espíritu estético de la época reflejada.
La dupla principal es muy convincente. Alana Hain, otra revelación, integra junto a sus hermanas un grupo musical, y Paul Thomas Anderson se ha encargado de dirigir varios de sus videos. La propia actriz reveló que el director le confesó que escribió esta cinta luego de conocerla: todo este mundo gira alrededor de su personalidad. Y tiene una naturalidad asombrosa, de la que no recuerdo registro reciente en el cine estadounidense. Gracias a la química natural que tienen ambos y el magnetismo que generan, uno cree la magia que sucede en pantalla. Hay una escena particularmente emocionante respecto a eso: debido a la crisis del petróleo de los años 70, los chicos se quedan sin gasolina y deben llegar colina abajo para conseguirla, además de otra circunstancia que conviene no revelar. Alana (que lleva el mismo nombre que la actriz) es quien está al volante, y a partir del breve empuje de Gary logra llevar a cabo la proeza, siendo capaz incluso de maniobrar y no chocar contra nada. No hay música, y el montaje de la escena es bastante rápido, como si se tratara de una escena de acción. Pero la heroína es ella, y su tranquilidad es lo que la hace cool, lo que hace que nos asombremos, y sobre todo, que lo creamos como público. Eso es la magia del cine. Y eso está presente en cada fotograma de esta cinta excepcional.
Sin dudas, este escape cinematográfico del director está lleno